martes, 30 de julio de 2013

Amor más allá de Madrid de Ubaldo Gil Flores

 Por Paúl Puma

A un vagabundo se lo ubica por los zapatos, sobre todo por los zapatos. Parece que los zapatos se empeñan en envejecer tan rápido que uno siempre los ve rotos, salpicados de caminos, sucios, hecho pedazos; pero lo interesante es que pese a todo, los benditos zapatos siempre están dispuestos para el vagamundo. Hacen un convenio para ver cuál de los dos terminan en la basura primero.
Ubaldo Gil


Tienes razón Fabián. “La historia no es más que una serie de hechos infames, contados por unos idiotas.” El corazón nos lleva a tierras lejanas. A Madrid por ejemplo, a constatar esa pulsión que llevamos dentro y que, por causa de un amor desventurado, tonto y turbado, se activa, para conducirnos de la Mano Invisible hacia el oscuro resplandor de esa “risita maligna” donde se cuece la deshumanización del alma. ¿Dónde está el amor que se erigió más allá de Madrid, Fabián? En esa matrioshka con el nombre de Lenka que pudiste conocer en un ascensor fortuitamente, y que luego reconocerías como quien se arrima a una baranda de metal que no nos sostendrá jamás. Allí en la suma erótica de su amor mayúsculo y desconocido forjarás tu ciego y vagabundo apetito por la fantasía de un amor sin Trama y utopía allí en la cuasi pornografía de esa inexperta en chuparlo porque a momentos (t) e lastimaba con los dientes o en medio del placer se entremetía un dolorcillo tenaz que hacía cogerla del cabello y hacerla subir y con calma, eso mi amor, guiándola como lo hace el ave con su cría cuando no sabe volar.

Arthur Miller lo dice bien, es el hombre primitivo y su alquimia: esa mano derecha acaso, cuando tu personaje está agachado pudiéndole mandarle el dedo más grande en los dos huecos, adelante y atrás simultáneamente… o cuando ese clítoris se vuelve el más rojizo de la Tierra. Pamplinas. El azúcar de los amantes es más desgarrador cuando se diluye… Pamplinas. Una danza silenciosa puede ser el entremés de una erección fulminante, de un licor único en la piel delicada que no se pude contener con la boca, del borde de la cavidad donde entran vinos y manzanas: -Y lo nuestro en qué queda. -A qué nuestro te refieres. Si no ha pasado nada. Nosotros nunca hemos tenido nada. Son las hojas de los árboles casi esqueléticos por el otoño de esa ciudad española las que te abrazan. Es ese mar que te hizo saborear la sal de tus adulteradas lágrimas. El truco del ojo que se corta en El perro andaluz de Buñuel, “Hemingway never ate here”: un cuarto (con aire acondicionado), dos colchones, y la suerte rara para un estudiante becado en la ciudad más puta del mundo –junto a Ibiza–. Son los fríos helados que le punzan en la cara a tu celeste personaje manaba en la desolación de un cuerpo ruso que soltó las amarras de ese Deux Machinna y alargó el escenario desde Toledo hasta Aranjuez y desde Cuenca hasta Barcelona. Para después remojarte el corazón en aguas de melancolía y ansiedad: todo lo que desconocemos de la carne y el hueso ese misterio que abre puertas a los temerarios recovecos humanos. Sí, Lenka es un sofisma, una utopía, un amor soldado con la saliva del adiós. Lenka es Gaudi y Barcelona. Lenka es el arquitecto que murió en el más feroz anonimato y sin gloria. Lenka es Gaudi, el transeúnte que nos espeluzna. Pero también es esa Mano Invisible que enloquece e idiotiza. No me volveré loco. No me volveré loco. Y, sin embargo, abres las puertas de ese balcón de par en par y te tomas una taza de café y le declaras tu amor a esa ciudad española. Y refumas un cigarrillo. Y tocas las tetas de Madrid. Y tarareas esa canción rusa que habla de amor y de estrellas: llévenme a un hospital siquiátrico, llévenme a un hospital siquiátrico, llévenme a un hospital siquiátrico… -Me cago en diez, eres un mamón, un completo mamón. No queda más que deportarte. Será lo mejor. -Me da igual, a fin de cuentas, a donde yo vaya Madrid irá conmigo. -Joder, los sudacas son una leche cortada, pero éste se pasa, este bate récord. 

Fabián no te acerques al pozo. Hay un prado violento en último término. Las nubes están, no son, están violáceas, así como las querías. Deja al fin de tocar los dedos de esa Mano Invisible, ¿invencible? Fabián ¿estás allí? Vengo desde Homero a creer que estás allí, en la oscuridad de esos charcos de sangre donde se revuelca la locura (Hace poco vi a un hombre en la esquina de la 10 de agosto y Colón. Una suerte de turbante en la cabeza. De plásticos renegridos. Semidesnudo. Trapos deformes. ¿Está ciego? ¿Qué parte del cuerpo le falta? Oh dios. Qué canción balbucea. Por qué nos recuerda, así, de esa manera, lo que no queremos ser o lo que somos. Insuperables vagamundos en este puta mundo. Marginalidad. Esa, efervescencia, a las tres de la mañana en una calle solitaria de Manta o en un barrio suburbano de Quito o en un parque de Madrid. Lo lumpen y la locura. Un tipo que a media mañana sopla con furia y sopla con furia en su bolsita amarilla embadurnada de tanto pegamento. Un clochard bajo los puentes que nunca imaginó Cortázar, un mendigo aferrado a su manta en el espeluznante frío de Hamburgo. La marginalidad y la locura: “Borges fue un marginal” dice un profesor en la clase universitaria, post universitaria: Borges –con el respeto que se merece Borges y su abuelita inglesa y su jardín y su biblioteca– nunca fue un marginal. No tiene ni puta idea. Bukowski fue marginal. Borroughs fue marginal. Arlt fue marginal. Palacio fue marginal. Ledesma fue marginal. Mayo fue marginal. Dávila Andrade fue ultramarginal. Ese escritor que se realiza en el lápiz y en esos cuadernos en la ciudad más abandonada de este país, ese escritor es marginal. Fabián perdido en Madrid o en Quito es marginal. Ese escritor frente a esa cama, esas zapatillas, esas medias, esa mochila y ese espejo…, ese escritor es marginal. Más allá de él sólo una mano invisible, la risa: Querida Lenka: Camilo, un vagamundo con el que anduve, siempre decía que llega un momento en que las cartas de los separados no son más que una tortura o un modo de mantener esa tortura. Está bien, extirpa el cáncer, mételo en una funda de plástico, deposítalo en la taza de servicio y baja el sifón para que vaya a parar en medio de las porquerías humanas. Allí el cáncer, es decir yo, estará contento y feliz de haber llegado a su seno de origen:

El pozo. 
El pozo de un malparido fabulador. El pozo muy lejos de ese prado que ve Fabián por la ventana. El pozo muy lejos de Rusia, de todos nosotros, de los ateridos escritores de su lectura, del sueño de su escritura a la espera de ganarle a golpes y por KO técnico “al asunto” como dice Miguel Donoso Pareja, a la espera de ganarle a golpes a esa obra: paridero de fábulas. Ya. Silencio. Descansa. Ha pasado la hora del frenesí, ha pasado la hora de los cortes de manzana. Es ese leve olor a fruta lumínica. Es ese olor en las calles. Madrid. Oh Lenka. Lenka. Jamás permitas que pesque una esquizofrenia. Deja de tocarme el rostro con tu Mano Invisible. Déjame tocar esta baranda por este tiempo ilusorio y bramar dentro de mí, mientras se aleja el cántico de las sirenas de esas embarcaciones y el universo se expande. Déjame beber de esta neblina espesa y este cielo ciego. Déjame besarte el sexo como se besa la frente de un niño recién nacido. Yo te abandoné querida. Yo te abandoné.

ESCRITORES. Constan en el centro de la foto Paúl Puma y Ubaldo Gil, durante la presentación del libro Amor más allá de Madrid en la CCE Benjamín Carrión, de Quito.



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