viernes, 5 de enero de 2007

La noche en que fui Cristóbal Colón, cuentos, 2005

LA CICATRIZ DE LA OLA

La mujer al verme ha caminado de prisa hacia el sendero que conduce a la montaña. Me contaron que, al mes, en este día baja al pueblo a vender sus artesanías y a conseguir víveres. Es mi última oportunidad, tengo que entrevistarla a como dé lugar.
Desde lejos la he observado: serena, cruzando frases cortas con comerciantes, con una mirada que está del otro lado del mundo. Una anciana que me miró de soslayo tiene que haberle dado referencias de mí y la mujer se ha contrariado.
De muchacho, cuando pasaban los carros rancheros y dejaban detrás el polvo, yo recogía ese polvo y lo probaba, el afán era saborear parte de ese transporte que iba a lugares que, lo pensaba entonces, nunca conocería. Por allá quedaban Portoviejo, Guayaquil, el mundo.
El pueblo me mira recoger el polvo áspero como si se tratase de un raro animal con el que no nos habíamos visto hace tiempo, me interno en dirección a la montaña. Dispuesto a todo. Tengo que escucharla. Saber el porqué del cambio tan radical de Bonifacio.
Un sacerdote “bueno en el buen sentido de la palabra”, a donde iba la gente lo quería. Una vida consecuente con lo que había tomado como destino. Y de pronto: botar los hábitos, dedicarse a la vida disoluta, crímenes. Crímenes insondables: solo podía matar con cuchillos y era necesario meter el arma cinco, diez, veinte veces.
Me he resbalado varias veces, he sorbido un poco de agua y he retomado la marcha. El sendero me hala, me conduce hacia una explicación que no cambiará para nada la faz del mundo y que es un trabajo periodístico, nada más.

Las urbes inmensas me han enseñado que no hay que mirar por encima del hombro, en cualquier pueblito o aldea hay las pasiones más locas, el infierno y heroísmo más virtuosos. Lo contrario es vivir en un espejismo donde todo lo demás es exótico y por ello inferior y turístico.

He llegado a un llano circular que no tiene salida otra que la misma por donde he entrado. Por momentos me angustio, me sudan las manos. Y lo peor es que no le dije a nadie en el diario que hoy también venía, por última vez.
Desde un matorral una voz de mujer dice: Sígame, tenga cuidado, pise solo por donde yo lo haga.

Bonifacio, en sus cartas, siempre me hablaba de usted. De las travesuras que hacían en el colegio católico de Manta. De las vacaciones a la sierra; de la ocasión aquella en que usted empujó al resto de compañeros de fila y todos cayeron encima del sacerdote que estaba dando misa.

Lo contaba con tanta diversión. Luego del colegio él quiso seguir el sacerdocio, nunca me lo había dicho, pero nunca me he sentido tan feliz y llena de alegría como cuando me lo dijo. Fue como si la gracia de Dios por fin se hubiera apiadado de mí. De nosotros más bien.

Cuando estaba en el seminario, en Quito, como yo trabajaba allá, lo iba a visitar regularmente. Un estudiante brillante. Sus compañeros, a modo de broma, siempre le decían “el santo” y él nunca se molestaba.
Sobre aquello. No sé. Pienso que yo soy más que una cicatriz enorme, como el mundo mismo. Y no quiero abrir, no quiero que la herida sangre de nuevo.
Había estado bien, una ocasión, cuando lo mandaron a Honorato Vásquez, por boca de unas amigas, me enteré que él estaba teniendo amoríos con una que otra muchacha del pueblo. La gente estaba brava, pero como eso puede ocurrir pensé que no iba a trascender tanto, que no eran más que pequeñas caídas. Al fin de cuentas es un hombre, pensaba.
Cuando me enteré al principio por los periódicos todavía tenía esperanzas de que cambiara; luego vino todo lo que usted ya sabe.

El día se escapa, fragmentado, por las hendijas de caña. Mastico plátano asado con salprieta y sorbo un poco de café. Afuera, la montaña, en silencio, nos abraza con su aliento húmedo. Un Cristo tallado de seguro, por ella, nos mira con unos ojos que emanan consuelo; también nos observa una virgen María tan parecida al rostro que habla conmigo. Insisto:
- He sabido que cuando estaba en la cárcel de Portoviejo, nunca quiso recibirla. A qué se debió.
- No sé, tal vez tenía vergüenza. Sabía que lo quería mucho, casi lo crié.
- Claro, usted era la madre. Tuvo que haberlo criado. Pero a lo mejor él tenía vergüenza por algo más.

La mujer, sin mostrar perturbación, se levanta y se asoma a una de las ventanas. Sentado veo, en parte, un crepúsculo con tantos matices de colores como los tiene el alma. Ella se da vuelta, se recuesta con los codos apoyados en la ventana.
- La gente dice que estoy loca, verdad – La escucho y presiento una desviación del tema que me atrae.
- La gente siempre habla tonterías. Siempre está dispuesta a ver las apariencias.
La oscuridad lo ha inundado todo. Ella prende una lámpara y su silueta parece la forma de una imagen huidiza, esquiva, que aparece en un sueño, que queremos coger porque sabemos que nos salva, pero se desvanece y la esperamos en otro sueño.
Oigo un ruido en uno de los cuartos de adentro, pero ella me habla, me obliga a la distracción.
- No quería verme, eso es todo. Si quiere lo acompaño hasta donde lo vi para que baje antes que se haga más tarde.
No puedo contenerme y le lanzo la sorpresa que para algunos era y es certeza.
- Todavía vive el padre de él.
Entonces una voz gruesa, surgida del corazón de la montaña, se explaya con una tranquilidad pasmosa:
- Dile que a mi padre abuelo lo mataste tú. Dile que cuando me enteré en la iglesia de que eras mi madre y mi hermana tuve un ataque de locura. Dile que cada vez que metía cuchillos en cuerpos humanos quería matar al mundo y quería desaparecer con él. Dile que hay dolores de pacotillas, que la gente sufre por boberías, que hay que sentir las ganas de arrancarse el pellejo o intentar hacerlo porque el sufrimiento es superior. Dile que, a pesar de todo, ya hemos pagados nuestras culpas. Que gracias a Dios aún estamos vivos. Que soy un desecho humano pero que puedo orar y que me da lo mismo que vengan a detenerme, que lo diga.

Camino a casa, en el transporte, miraba el cielo oscuro. Una tragedia es un trabajo para un periodista, pensé, y ya no pude dormir ni en la cama.
HEMINGWAY NEVER ATE HERE

Cuando me lo presentaron me elaboré un perfil personal del tipo: aindiado, ecuatoriano, de unos treinta años, estudiante de medicina, aficionado a los toros y sobre todo un fabuloso mentecato. Sí, un pendejo a carta cabal. Esto último lo agregué luego de haber hablado con él durante media hora.
Constaté que su vocabulario coloquial era copia reciente de los modismos del madrileño. Repetía: joder, coño, mamón, oye macho y cómo está Ecuador. Por supuesto, no le contestaba.

Ese mismo día Diego propuso que fuéramos al cine a ver una película argentina que había ganado un premio europeo y que merecía la pena verla. Las dos chicas lojanas aceptaron pero yo me estaba sintiendo tan harto de la caricatura esa que preferí argumentar un fuerte dolor de cabeza para irme. Antes de marcharme el tipo me pidió el número de teléfono y me dijo que cualquier momento me llamaba.

Hasta nunca caricatura de mierda, pero no se lo dije porque uno no puede andar diciendo lo que piensa. Es de mal gusto.

A la semana siguiente volvimos a reunirnos en el mismo sitio con Diego, con las chicas lojanas y con una española amiga de ellas. En uno y otro lado había sudamericanos que conversaban, que jugaban a la pelota, que llegaban o se iban. No se me ocurrió averiguar por el ecuatoriano y acepté con gusto la invitación que hizo Verónica de irnos a tomar vino. Mencioné un bar agradable llamado “Hemingway never ate here”.

Estábamos cerca de la Puerta del Sol y la española no se acordaba de la dirección exacta del bar y fue necesario acudir a la ayuda de una transeúnte. Nos indicó que estaba ahí, pasando la Plaza Mayor.
- ¿Cómo es posible que te hayas olvidado de una dirección si se supone que debes saberla? – le dije a Verónica. Ella se detuvo:
- Te aclaro algo porque recién te conozco. Yo no soy madrileña, es más yo no soy española. Yo soy vasca, me entiendes; además, alguien me trajo hace poco y me gustó el lugar.
Felizmente intervino Diego y el asunto no se extendió. Yo estaba desconcertado porque creí que mi pregunta era sencilla, sin ánimo de crear fricción.

En una esquina del fondo, cuando entramos, pudimos ver al ecuatoriano. Estaba acompañado de una rubia que seguramente no era española. Hizo como si no nos hubiese visto y nosotros también hicimos lo nuestro. Pude notar que Verónica se puso incómoda y tenía el ceño fruncido.
La caricatura tenía que pasar inevitablemente por nuestro lado para ir al servicio higiénico; la chica que estaba con él ya lo había hecho unas tres ocasiones, pero él de seguro estaba aguantándose y yo disfrutaba de la aparatosa exaltación que tenían su estómago o vejiga.

En un instante no se aguantó más y lo vi levantarse y caminar en dirección nuestra; cuando estaba por seguir de largo, lo llamé. Y fue todo encanto: cómo están ustedes, a qué hora llegaron y todo lo demás. Dijo que tenía que ir al servicio pero yo dale, diciéndole que esperara un momento, que quién era la chica con la que andaba. Tuvo que caminar al apuro.

“Hubo un tiempo en que todos los bares se ufanaban de que Hemingway había bebido en ellos y este ganó fama porque aseguraba que el autor nunca había comido aquí.” Nos hablaba el caricatura con un manifiesto alarde de conocimientos turístico. Le dije que la chica rubia estaba impacientándose y que era mejor que fuese.

Adiós muñequito de felpa, adiós mequetrefe, pero no le dije nada.
Verónica, que apenas habló cuando estuvo el caricatura, no estaba de humor y propuso que nos fuéramos a otro lugar o que nos quedáramos pero que ella se marchaba; nos sumamos a la propuesta de irnos.
La imagen del caricatura estaba por desdibujarse en mi cerebro cuando una noche, al alzar el auricular, escuché su voz:
-Oye macho, no quieres acompañarme al bar donde estuvimos la vez pasada. Tengo dos amigas y una de ellas necesita compañero.

No supe qué contestarle, mandarlo al carajo no podía porque la propuesta no era mala para alguien que estaba aburrido un viernes como ese.
Le dije, solo por decir algo:
- Y de dónde son las chicas.
- Son de Rumania, y son muy majas, ya lo verás, ya lo verás. Prepárate, esto es todo lo que te pido, que te prepares.
Acordamos que nos econtraríamos en la Plaza Mayor y que estaríamos media hora antes porque él tenía que informarme un tema importante.

“Chicas estudiantes de antropología desean tener relación amistosa con sudamericanos indios o de rasgos aindiados. Fono 543447."

-Oye macho, tienes que ponerte las pilas. Debes comprar el anuncio SEGUNDA MANO, te das cuenta, te das cuenta. Ahora asomaron estas rumanas y quién sabe lo que nos puede esperar. Lo único que te pido es que no seas como Diego que se queda hecho un mamón y no hace nada. Mira, mi política es esta: Los españoles nos conquistaron, pues bien, ya no podemos hacer nada para arreglar aquello. Ahora nos toca conquistar a nosotros.

Cuando entramos el bar estaba atiborrado de gentes. Tuvimos que acomodarnos en la barra central y esperar que alguna mesa estuviera desocupada. Las dos chicas no estaban nada mal. Se reían entre ellas y nos miraban, de pronto hablaban algo en su idioma, tomaban algún apunte mental y volvían a reírse.
Yo estaba teniendo la sensación de que era una especie de chivo expiatorio, pero felizmente el Conquistador ( ya no caricatura) me habló:
-Sabes Enrique, yo creo que somos las dos caras de una misma moneda. Claro que lo creo.
Atontado por esta declaración de parentesco no me quedó más que decir:
-Sí y Hemingway nunca comió aquí.



LA NOCHE EN QUE FUI CRISTÓBAL COLÓN

Madrid hacia l993. Uno de esos diciembre en los que la temperatura está bajo cero y a uno le tiemblan los tuétanos de las entrañas, allá en la Madre Patria (confieso que nunca escribí que si ella era nuestra Madre entonces éramos unos vástagos de Tauras, o hijos de putitas para ser menos hipócritas). Tenía que caminar, ir por la Gran Vía, recorriendo los cafés y los recovecos de callejuelas oscuras, escudriñando esos rostros de hembras que prometían chupártelo por unas pesetas.
Por momentos, olvidando mi tierra natal donde el aire yodado y el calor tropical lo impulsan a uno a ese aire de completo desenfado, que viva la vida, joder, las miraba y les susurraba algún piropo: - Hola mamita, no tienes frío. No necesitas un poquito de calor porque yo me muero de frío. Hey tú, por qué vas tan aprisa, relájate mujer, relájate.
Pero nada que ver con ninguna española o europea, y estas me miraban tanto como si vieran a un gato paseándose en medio de la tempestad.
Había caminado desde La Moncloa hasta la Gran Vía y de ahí hasta la Puerta del Sol y viceversa, pero estaba definitiva y rematadamente "salao" como decimos los cholos de Manta, ni por aquí ni por allá, never. Me sentía peor que Robinson Crusoe.
Entonces, y ya a punto de tomar el metro y volver a mi piso con el frío y la soledad entre las piernas, como por un acto de magia, pensé en las palabras Descubrimiento, Encuentro, y Choque de Culturas, tal y como le llaman esos pesados intelectuales al hecho histórico de la llegada de Cristóbal Colón a América.
Dio la casualidad que una fuerte llovizna empezó a caer, y había que meterse al local más cercano. Era un establecimiento grande, de una manzana o más, con luces opacas e intermitentes, se escuchaba rock pesado que en medio del frío por lo menos lo obligaba a mover el esqueleto a uno.
Como quien no quiere la cosa, y porque esto lo enseñó un tatarabuelo judío, donde fueres hicieres lo que vieres, me fui a sentar en uno de los taburetes hacia donde los demás inesperados transeúntes tenían que acomodarse. Me senté y dije algo así como unas palabras ininteligibles:
-Haga el favor, señorita, sírvame un vino.
La tipa qué me va a parar bola. Pasaron varios minutos pero de mi pedido nada. Hasta que un peruano me explicó un poco cómo debían ir las cosas, cuñao, aquí estás en Madrid. Y volví a pedir mi vino, esta vez de un modo delicado para la rubia que por cierto era demasiado rubia para estar así:
- Oye, me pones un vino, coño.
Aunque la última palabra la dije tenue porque aunque sabía que para ella no significaba nada, por lo menos a mí sí. De inmediato entablamos diálogo con el peruano y resultamos como dos marcianos perdidos en el malecón de Manta. El perucho era antropólogo y me explicó: Este es un masturbadero público, entras a cualquiera de esas cabinas, prendes una máquina que tiene los instructivos y a joder cuñao. Pero además, si quieres, en vivo y en directo, solo chupe, te bajas la brageta, depositas unas pesetas y a joder. Bueno también si por te interesa hay más adentro para sádicos, masoquistas, sadomasoquistas y alguna que otra perversión que prefieras.
Conforme me fui acostumbrando al ambiente enrarecido, bajo el efecto del vino y de la clara conciencia que despierta, escuché una tesis que ya no me sorprendió a esa altura de la noche:
- Visteis cuñao ecuatoriano, los españoles nos descubrieron, nos arrasaron, a ti te dejaron una barbilla que parece de Atahualpa y a mí un rostro más parecido a Huáscar que a Pizarro, por tanto para qué quejarse. Si ellos nos descubrieron nosotros tenemos que conquistar a sus mujeres. Déjate de esas pendejadas de Descubrimiento, Encuentro de Culturas o Choques Culturales. Como antropólogo te lo digo: La Historia no es más que una serie de hechos infames, contados por unos idiotas.
A la mañana siguiente, rumbo a mis clases de Filología, tenía la clara certeza que yo era, quinientos años después, un nuevo Cristóbal Cólon pero esta vez descubriendo a España. Para ese año nuestra autoestima no estaba tan por los suelos, pobres pero con decencia. Todavía no habían llegado a Ecuador dos presidentes, Mahuad con su corte de Alicia en el país de las maravilla o Bucaram con Alí Babá y los cuarenta ladrones. Por eso no sabía, ni podía saberlo, el dolor de los emigrantes que tienen que arreglárselas en la Madre Patria o en cualquier otra, allí donde en los metros había un grafiti:
Visite a Rusia antes de que Rusia lo visite a usted.
Para mal de muchos, consuelo de descubridores.
































EL CARACOL Y SU CARA DE ANCIANO

Para Simone y Alejandro Said
La vez que me habló estaba en la cocina ayudándole a mamá a pelar papas. Como apenas tengo ocho años y soy más flaca que una lombriz, como lo dice el profe, ocurre que las cáscaras me salen muy gruesas o me corto algún dedo. Mamá había salido por unos condimentos y yo estaba como en otro mundo, ausente de la cocina.
- Qué lindas son las papas, Yolanda, pero más lo eres tú.
Regresé de ese otro mundo, quedé boquiabierta, mirando hacía todos los lados, confieso que hasta me dio escalofrío. No sé mucho del miedo, pero en la escuela como que todos lo tienen.
La misma voz salió justamente desde un anaquel donde pongo las cosas que más quiero. Y supe que salía de un caracol con cara de anciano. Temerosa me acerqué hacia él y lo cogí con la mano derecha y la voz, para mi asombro, volvió a decir, esta vez con una dulzura y riqueza, tan parecida a cuando uno come chocolate o helado.
- Ajá, conque todavía no lo crees. Piensas que estas cosillas ocurren solo en los cuentos de hadas o en la televisión. Pues fíjate que te hablo yo.
Entonces me acordé del día en que fui a la playa y caminaba distraída, cuando me fijé en el caracol y de inmediato me llamó la atención. Tengo otros caracoles pero me ha gustado más este desde que lo vi. Y me gustó por algo que no puedo explicármelo bien: era grande, tenía huequillos por todos lados y sentí como que si se estaba muriendo.
Bueno, voy a serles franca compañeros, también me di cuenta de que el caracol era feo, muy feo. Como para tirarlo a la basura. Y yo soy fea. Y todo el mundo habla de cosas bonitas.
Mis papás, al llegar a casa, me dijeron que lo botara y esta vez me empeñé en dejármelo. En buena hora ellos andaban en sus peleas y me dejaron tranquila. Lo limpié apenas y lo puse en el mejor lugar.
Ahora estaba aquí, hablándome, tan consolador como la oración del Padre Nuestro o de los abrazos de mis papás cuando están de buen genio.
- Sé lo que piensas antes de dormirte- me dijo y fue como si alguien hubiese descubierto mi caja de gusanos.
- Eso sí que no lo creo. La madre de la escuela nos dice que solo Dios sabe lo que uno piensa.
¡Se imaginan ustedes, Dios mío, que el caracol supiera lo que yo sentía por las noches. Tenía una mezcla de palabras en el corazón: vergüenza, coraje, y de nuevo hasta miedo!.
- No te asustes. Todo el mundo puede ser bueno, si es que lo quiere. Pero hay que luchar para ello. Estás confundida: las riñas de la casa, la sangre del televisor. Y quisieras ser como un caracol, exactamente como yo.
Con atrevimiento le dije.
- Es mentira, usted no lo sabe todo. Además, algún día creceré, trabajaré duro y ...
- Y como todo el mundo morirás- Me interrumpió el Caracol con el mismo tono de su voz apacible - y serás exactamente como yo. Formarás parte de la naturaleza. Serás una gota de mar, un árbol, y estarás bien.
Yo iba a decirle que en la escuela me han enseñado que si uno es bueno en la tierra se va al cielo y si no al infierno, pero mi madre golpeó la puerta y tuve que dejar el caracol sobre el anaquel. Por supuesto, recibí mi regañada por no haber pelado papas.
Al día siguiente, cuando me levanté muy temprano para observar y tratar de charlar otra vez con el “Caracol”, no estaba ahí. Le pregunté a todo el mundo en casa, pero nadie lo había cogido. Todavía me preguntó hacia donde se iría, si fue un sueño o si acaso ¿seré yo ese Caracol con cara de anciano?

































EL ESCRITOR Y SUS BATALLAS

Ubaldo Gil - William Happe

Íbamos hacia el norte de Manabí donde sobran cocos, caminos pedregosos, playas deslumbrantes. No era un viaje de turismo o día de campo de fin de semana, no, viajábamos hacia la cueva interior, ese lugar que pocas veces habíamos explorado. Nos recostamos en unas palmeras, saludamos al mar y sencillamente esperamos.

Lo que contamos ahora, en apariencia, ocurrió en unas horas; sabemos que podríamos hacer creer que se desarrolló en años y todo se volvería demasiado literario, cursi en extremo, de inútil inteligencia. Y en la cueva interior no hay lugar para el engaño: uno se observa cobarde, imbécil, tierno, débil, amoroso de mil modos, triunfador, fracasado.
Y nosotros hemos sido fracasados de por vida. De niños cuando rezábamos queríamos ser santos y terminamos siendo demonios. Somos fracasados casi de profesión: nuestra cometa nunca se elevó, nos echaron del trabajo o nunca nos dio la gana de trabajar. Todo aquel que haya experimentado una emoción nuestra, una idea nuestra, un sentimiento nuestro, bienvenido sea. A gritar, a golpearse el pecho como gorila, a rugir como león, a llorar porque tenemos que eliminar nuestras suciedades.

Por ejemplo, nosotros tenemos un sueño: queremos escribir una historia o línea que nos justifique en el tiempo, que quede de herencia a nuestro ambiente y a los hijos de nuestros hijos. Pero el asunto se vuelve complicado porque entre querer y hacerlo hay un abismo. Tenemos que decidirlo entonces: esta es nuestra oportunidad, estamos escribiendo nuestra mejor línea. ¿Y si fracasamos? Pues no importa: es nuestra especialidad.

Todo aquel que tenga su sueño que lo exponga aquí. Aquel que quiere ser un buen carpintero, gerente de banco, carnicero, ama de casa, un buen hijo, hágalo con calma pero hágalo. Hemos venido a soñar lo mismo que a vivir y morir. El que no sueña está muerto y las ciudades están llenas de muertos: la flor del sueño es la salvación.

Un tal Poe nos recomienda que pensemos en el efecto que tendrá nuestra historia. Nos dice que no hay que olvidar el rigor intelectual, el equilibrio, y a la larga causar una fuerte impresión de misterio, suspenso, relatar lo extraordinario.

El uruguayo Quiroga nos da su receta de cocina: No escribas la primera línea si es que no tienes en mente la última de tu historia. Jorge Luis Borges nos dice que lo más importante es divertir antes que persuadir o pervertir, pero al final hay que sorprender al lector con un desenlace inesperado.

Gracias pero si les hacemos caso a ustedes se nos despedaza la cabeza, piensen lo que quieran de su arte, cada uno con su blablabla, está bien, no lo negamos, los hemos escuchado hasta la saciedad y quizás por hacerles demasiado caso nunca habíamos podido contar nuestra historia.

La Fiallos, que ha escrito miles de historias para televidiotas, nos ha dicho que si queremos éxito y dinero, debemos armar tramas donde las clases populares se vinculen con las altas. A todo el mundo le gusta, la gente llora, se alegra, quieren ser algún personaje.

Pero nosotros no queremos ni fama, ni plata, solo queremos contar una línea que sea lo suficientemente buena como para no hacer trampas, para remecer a nuestro anónimo lector. Además, como aquí, en esta historia todos están escribiendo, todos terminaremos con un final feliz o infeliz. Ya lo veremos.
Me buscan para matarme, lo único que sé es que se trata de un grupo dirigido por una rubia impecable.
Flaca, rostro fino, con una frialdad de inglesa, lo mismo que sus contadas palabras. Lo supe por gente de mi guardia de seguridad. Lo que no comprendo todavía el por qué no la eliminaron antes de que sea tarde.
He andado por las calles de esta ciudad que apenas conozco. Mi carro resguardado por seguridad, adelante y atrás, y por gente que camina como si nada. Llegar a mi edad en la que me resulta dificultoso llevarme una cuchara de comida a la boca, todo me parece tan vano. Tanto dinero, para qué. Solo, yo, don Frank Lampenduza, uno de los hombres más ricos de la tierra, se suponía que aquí encontraría paz, que mis pulmones no me molestarían tanto.
Entro al baño, único lugar donde casi nadie puede ayudarme. El estómago y vejez tienen sus cosas. Oigo un ruido y alzo la cabeza, no tengo dudas ni fuerzas, sé que debe ser la rubia:
-Soy la muerte, viejo, acompáñame- me dice.
Quisiera contestarle que la muerte es circunstancial como un juego de barajas, pero la fuerza senil, el ánimo, todo se va conmigo.


Una fría mañana de invierno, en Praga, ciudad que ha visto y sentido tanto, despertó sudoroso Kafka. Pocas cosas publicó en vida. Como para agudizar su agonía permanente recordó su horrorosa pesadilla.
Estaba en una playa tropical en un tiempo y lugar imprecisos. Con un grupo de jóvenes que lo recriminaban y le echaban la culpa de un crimen del cual no tenía la menor idea. Les había dicho:
- Mi único crimen, si acaso es ser esritor. Toda mi obra no ha sido más que descifrar la culpa de la Raza y la búsqueda inútil de Dios.

Pero ellos danzaban una mezcla de ritmo aborigen americano con música africana, y le gritaban mientras él estaba a punto de ser echado a una hoguera: -Tú lo escribiste todo. Nosotros lo reescribiremos de nuevo. A nuestro modo, con ritos salvajes y puros que lleguen al oído de Dios y de los hombres.

Kafka, en el sueño, había visto a un anciano opulento sacrificado por una rubia de frialdad matemática. Pensó: Este episodio es real y aparentemente más doloroso porque se lo puede ver, pero mi sacrificio es mucho más trágico porque en mis días nadie lo ha sentido. Toda mi vida está desparramada en un montón de páginas que a lo mejor nadie conocerá nunca.

Kafka, liberado del recuerdo de los jóvenes, oyó que golpeaban su puerta y dijo “entre” convencido que se trataba de su criada. Con desgano y hasta con un poco de alegría vio acercarse a la rubia de su pesadilla, no intentó gritar ni pedir ayuda, sabía que esta situación era definitiva e infinita. Se entregó.




EL PADRE EN LA COMETA

Para el capitán Víctor Manuel, mi padre.

El viento arenoso zumba en nuestros oídos, hace mover los pelos, las camisas, parece como si uno mismo se impulsara para caer; la cometa que no se decide a volar. Mi hermano mayor que dice:
- Cógela con fuerza y corre que yo aflojo la piola.
Vuelve a caer con una alegría incompleta. Pelícanos y gaviotas que danzan en el aire mientras mi hermano envuelve la piola. Yo que de nuevo corro, esta vez con coraje, lanzo al aire a la cometa y esta empieza a elevarse. Mientras la piola se afloja vemos cómo ella se alza para hacerle competencia a las aves.

Un cielo azul intenso, limpio, bordeado de nubes blancas; el sol que es un punto amarillento empieza a teñirse de rojo. Mi hermano que sostiene con fuerza, con ambas manos, los bordes de los palo que son huesos de la cometa. El, al moverse de un lado a otro, obligado por la fuerza del viento arenoso, también parece una cometa.
Por las mañanas, después de la escuela, pasábamos por donde el carpintero del barrio para ver cómo era la cometa. Ya por las tardes o por las noches, luego de lustrar zapatos, le pagábamos lo que nos faltaba.
La había prometido para este domingo por la mañana, pero no la tenía; así que nos quedamos en el local hasta que la terminara.
Nos olvidamos de recorrer las calles en busca de zapatos sucios y hasta de comer. También de ir a casa al mediodía.
Yo tenía unas ganas incontrolables de ver volar la cometa. Durante algunos días mi hermano me había dicho que para poder hablar con papá bastaba con mandarle una carta, que desde el cielo él la contestaba o aparecía cualquier día y le hablaba a uno.
Esto solo ocurría una sola vez en la vida y había que hacerlo bien. Para entonces yo no sabía que era un niño: lo creía todo y rezaba antes de acostarme para estar en el cielo con mi padre.
Hay un tiempo – supongo que eso se parece al paraíso – en que todo está perfecto con llevar algo al estómago y dormir bien.
Anochecía y la cometa se elevaba más y más; nosotros mirábamos al cielo alegres y orgullosos del vuelo. De vez en cuando yo tenía que volver la mirada a la arena y al mar, el cuello cansado. Gente conocida que pasaba indiferente; turistas extranjeros que hacían algún comentario en lenguas desconocidas para nosotros.
Mi hermano me dice, en tono desagradable: - Ya vienen a joder. No les hagas caso.
Me di la vuelta, allá sobresalían unas siluetas salidas de las palmeras, que se acercan, toman formas concretas. Son los “Alacranes”.
Uno de ellos que comenta: - Las mujercitas haciendo volar cometas.
Yo que empiezo a tener miedo, me acerco donde mi hermano y oigo que él dice: - No molesten.
Pero el otro que dice:
- Me caes mal. No me gusta el modo cómo miras a Maritza la del sexto grado. A ver si aprendes a respetar las cosas ajenas, pórtate como hombre.
La noche se volvió más oscura y todo fue risotadas, forcejeos y lágrimas.

En la alta noche dos voces se abrazan en un murmullo tenue, lento y fresco como el viento madrugador de una tierra tropical.
- ¿Y ahora que la cometa desapareció en el cielo me hablará papá? Pero cuándo. Carta no me puede enviar por que la cometa se fue.
- Sí, pero duérmete. Me arden los latigazos de mamá. Me duelen los hinchazones de la cara.
- Lo que quiero saber es si podré, por lo menos una vez, hablar con papá. Tú dijiste que habías hablado con él, cuéntame. Cuéntamelo de nuevo.
- Duérmete que puede llegar mamá. No quiero otra paliza. Está bien, pero prométeme una cosa: Cuando seas grande entre los dos nos desquitamos. No te pondrás a llorar si rompen la piola de la cometa o de lo que sea.
- Sí, te lo prometo. Pero cuéntamelo otra vez que me gusta.
- Habla despacio. Todo fue más o menos así:

Poco antes de morir papá, en esas semanas que pasó enfermo entre el hospital y la casa, me aseguró que vendría a visitarme aunque fuera una sola vez. Me lo dijo un día que me quedé solo con él. Hablaba en voz baja, de pena, los ojos con el color blanquecino y unas lagrimas que no podía controlar. Por mucho que mamá o las tías lo consolaran parecía que fuera un chorro de agua que sigue incontrolable mientras llueve.

Se lo conté a mamá pero me jaló las orejas por andar mintiendo. Y no tuve ganas de contárselo a nadie más. Después de que lo enterraron, tú apenas habías nacido, una de esas tardes en las que tuve que quedarme a cuidarte, apareció él.

Yo estaba haciendo una cometa pero como siempre no me salía bien. La cogí con rabia y la lance hacia la puerta de la cocina.
Me entretuve jugando al “triquitraque” contigo; cuando volví la cara hacia allá, había una imagen que cubría toda la puerta y esa pared.

En el fondo venía caminando un hombre, con sombrero y cigarro, sucio de polvo; distinguí a papá. Te juro que no tuve miedo.
- Pero si dijiste el otro día que casi sales corriendo de puro susto.
­­ - Bueno, tuve un poquito de miedo; pero no tanto. Me levanté, antes dejé que me abrazara y sencillamente me quedé pasmado. Yo estaba inmóvil. Me habló:
- ¿ Cómo andas en la escuela y con tu mamá? No me respondas, bien que lo sé. Tienes que cuidar a tu hermanito, cuídalo mucho. No puedes dejar que le pase nada. Eres el mayor. Nunca olvides lo que te dije: yo me escapé de la casa a los seis años. Me crié en la calle. No tuve madre ni padre; nunca me quejé de nada ni reclamé nada a mis padres.

Mientras escuchaba esa voz harto conocida de papá sentía como si estaba allá y acá. Estaba en dos mundos. Pensé decirle: “no me he olvidado, papi. Hay que ser fuerte y bueno. No hacerle daño a nadie. Ayudar a los débiles, bien que lo sé." Pero el asunto es que no podía hablar.
Escuché por último que tenía que mandarle cada cierto tiempo una cometa, que tú debías enviarle una para hablar con él. Mamá abrió la puerta, me oyó hablar de la cometas y me dijo que siempre yo andaba con una nueva tontería.
¿Me escuchas? ¿ Me escuchas?

El tiempo de las ciudades es una culebra que pasa agazapada en los bordes de los edificios. Con mis hijos acomodados, uno al lado del otro, la mayor que inquiere sobre todo:
- ¿Y para qué sirven las cometas?
No es la primera vez que me pregunta, quizás tampoco la última, pero yo me dispongo a contarle el significado de todo esto:
- Verán cuando yo era pequeño mi hermano mayor me contaba que para hablar con papá...
Ellos que escuchan mientras buscan con los ojos una señal en el cielo.


LA MADRE DETRÁS DE LA CASA TRANSPARENTE

Ni cuando murió la madre tuvo necesidad de recordarla, acuñarla en su memoria y volverla parte íntima que se carga en el cuerpo como cicatriz oculta; por eso ahora, solitario y caminando por el malecón de la ciudad, sentía muchas culpas: la de no haberla llorado, ni siquiera un ramo de flores, aplastarla con el peso de los años.
Habían pasado más de veinte y esas ganas obsesivas de contemplar la foto de la madre cuando estaba viva, le hacían entrar en un círculo reiterativo: “estoy envejeciendo, ni la menor duda, el temor me tiene atrapado. Durante años me he repetido que nacimos para morir y sanseacabó; llegará un día en que no estaremos en la memoria de nadie, el tiempo no perdona. Las religiones seguirán siendo el consuelo para soportar el curso de lo vivido y todo lo que hay allá, allá en el cementerio.”
Al reaccionar se vio - y tuvo la impresión de estar fuera de su cuerpo- frente al departamento de su amigo Janco; tocó el timbre, miró su reloj, sonrió burlonamente y tuvo unas ganas de volver al ascensor y marcharse a cualquier parte.
La puerta se abrió, una voz grave y tranquila, la de quien no tiene prisa para nada, ya sentados en el estudio, le habló:
- En buena que lograste encontrar esta foto. Esta es la forma que tenía en vida y así ha de aparecer porque tu memoria la tiene registrada con este feliz momento para ti. Sigue mis instrucciones, Efraín.
En la adolescencia había conocido a su amigo Janco, y éste siempre le comentaba de sus desdoblamientos, sus viajes a otras dimensiones, sus encuentros con muertos y seres de otros mundos; entonces todo aquello le parecía fantasioso, esquemas de pensamientos elaborados por evasivos de la realidad.
“Cada época crea sus propias ilusiones. Sus propios mitos y Dioses. Mañana lo de hoy puede ser un sueño y locura.” Le había sostenido como argumento contra el supuesto espejismo en el que estaba su amigo tiempo atrás; pero ahora, inseguro todavía, aprisionado de un desgano por las cosas terrenales, se dejaba llevar de las indicaciones.
Mientras escuchaba entró en una ensoñación donde la realidad terminaba aliada con la fantasía dentro de un vínculo que le resultaba agradable, ajeno a su ajetreo de todos los días. Vio o creyó ver, ahí sentado en posición de todo, una casa transparente, sostenida por palos viejos, adentro niños jugando de un lado a otro; la casa, en su visión no tenía forma ni tamaño, lo mismo podía ser la abertura de una aguja, que la amplitud del cielo cuando lo miramos extasiados.

Vio a la madre mandándolo a buscar lavaza para los chanchos. Vio un retrato de la Virgen María observando, indiferente, cómo rezaba junto a sus hermanos para que hubiera más muertos en vacaciones porque el padre era un enterrador de muertos. Vio un odio inmenso. Vio sanguijuelas, ratas, cucarachas. Vio el vuelo de muchas cometas y de pronto la voz de una mujer, vieja antes de tiempo, lo amonestó.

- Perdiendo el tiempo como siempre, carajo, no has hecho lo que te dije. Las revistas te tienen tonto, dámelas.
- Ya todo terminó, madre, todo terminó madre- Susurró con un sonido lánguido que venía de alguna parte de su hígado; estaba tan confuso en sus sentimientos que no sabía sí había hablado dentro de la casa transparente o en el estudio.

Afuera, agradecido de su amigo Janco, caminó abstraído y todo le parecía agradable y limpio porque hacía tiempo que sus ojos no lloraban de ese modo. Entonces - yo estaba en una barra por la playa “El Murciélago” de Manta – me contó su experiencia, entre bromas y cervezas y desconcierto.
En la alta noche, ebrios de una complicidad increíble y con ganas de seguir tomando le propuse a Efraín:
- Vayamos a la casa transparente. Regresemos, que tu madre y mi madre nos esperan.


























NO TE MUERAS

A Orlando Torres.

Era jueves y el jueves es un viernes chiquito, lo cual quiere decir que podía ser sábado o domingo, tampoco importa. En la tarde, en la imprenta en la que trabajo, nos habíamos tomado unas cervezas, así que yo andaba alegrón cuando llegué a la plaza Cívica. Había varias orquestas distribuidas en el malecón y la gente bailaba conducida por el pulso de la noche.
Me metí las manos en el bolsillo y me dispuse a caminar sin rumbo cierto. En la ida, cerca al edificio Vigía, vi a un muchacho lustrabotas que estaba sentado en la vereda, el cajón al lado de sus pies y con la mirada perdida. Al pasar, el muchacho dijo:
-Me muero, me muero.
Me detuve un momento obligado por algún extraño interés y el muchacho repitió la frase. Me muero, me muero.
Quise cogerlo y llevarlo a algún lugar, pero más pudo mi desanimo, mi abulia y tan solo me dije: No puedo hacer nada, no puedo.
Caminé rápido. Al llegar al extraño limite de la fiesta vi un grupo de putas que charlaban y hacían lo suyo. Saludé a dos de ellas: una amiga de la infancia y la otra que me había regalado unas noches de calor.

De regreso me topé con un grupo de panas que fueron compañeros en el colegio. Tenían su espacio de diversión cerca del Vigía, precisamente a unos metros de donde estaba el lustrabotas. Cuando llegué interrumpí una discusión acalorada que había entre ellos, pero luego siguieron. Pedro un panita que ha publicado unos libros de poesía, le decía a uno que ahora es profesor universitario.
- Tu Jorge Luis Borges es un escritor estreñido. Sirve solo para los celestiales que quieren separar el arte de la vida. Pienso que ese ciego debía tener las tripas llenas de gases porque era incapaz de tirrase un pedo. Además, no me vengas con que es adorado en Europa y algunos países, eso no significa nada.
Fernando lo escuchaba con una risa entre nerviosa y cínica, y le argumentaba que su ventaja estaba en que lo había leído bien. Insistió: -Borges es como Cervantes, todo el mundo habla de él, pocos lo leen y nadie lo entiende. Agregó:
- Ojalá fuesen ustedes capaces de crear unas líneas como las que hizo el genial argentino. En realidad también en otras artes han sido, digamos, hemos sido, incapaces de crear un arte universal. Nómbrame a un Umberto Eco, a un Shakespeare, un García Márquez. Esos no existen en la lietratura nacional..
Entonces Pedro lo arremetía, esta vez con calma, riéndose abiertamente, fumando su cigarrillo. Habló:
- Mira, yo te perdono porque quizás antes pensaba como tú. Pero ten cuidado que no te voy a tener mucha paciencia. Una vez me encontré con una cucaracha y era muy inteligente, escuchaba música de Julio Jaramillo, Héctor Lavoe, Aladino y otros; yo le dije: -oye hermanita, por qué no escuchas música clásica, esa sí que es buena. Y sabes lo que me dijo la cucaracha: -porque esa música no me dice nada, puedo escucharla cuando esté en una iglesia, en la casa del Dr. Crisóstomo, en el cementerio, en alguna radio, pero no me dice nada. Al buen entendedor pocas palabras.

Esta vez el profesor le refutó diciéndole que una cosa era el mal gusto y que si bien hay que respetar a los demás, había que poner las cosas en su lugar.
La verdad que yo estaba hartándome de la discusión que tenían estos fulanos que me serví un poco de ron y me desentendí de ellos. Orlando y Esteban, panas no solo de colegio sino también de la infancia, puteros viejos, estaban también en el grupo. El primero me dijo que no me fastidiara, que ya dejarían la discusión, que siempre se la pasaban así.
Físicamente me mantuve en el lugar pero mentalmente me alejé. De vez en cuando las palabras de los fulanos, alguna llamada de Esteban para que me sirviera un trago o el sonido de la música me sacaban de mi obnubilación.
Minutos más tarde noté que el chico lustrabotas estaba más próximo, con la mirada perdida. Era un muchacho delgado, pelo lacio un poco acholado y había dulzura y abandono en su mirada. La discusión entre los fulanos continuaba de modo que aproveché el momento para acercarme al muchacho.
- Oye hermano, por qué no te pones las pilas. Levántate y ve si puedes hacer algo.
El muchacho guardó silencio. Siguió en la misma posición en la que estaba, la mirada perdida. Noté que los que estaban cerca o los que pasaban me miraban y hacían algún comentario entre ellos. Me puse en cuchillas y le pregunté si era sordo, mudo o algo por el estilo. Me reí. Inesperadamente volvió a repetir la frase de antes: -Me muero.
Pero lo dijo con un tono de voz que traspaso el bullicio de esa hora nocturna. Me levanté y rápidamente me fui al grupo en el que estaba. Esteban, al verme me pregunto:
- ¿Qué pasa?
Sin pensarlo mucho le dije que el muchacho lustrabotas estaba muriendo. Hizo un rictus sardónico e incomprensible y habló:
- No te preocupes, ya le pasará- pero fue como si hubiese dicho: - Déjate de cosas, vacila la noche, baila al ritmo de la música.
Orlando, al parecer, también había escuchado el cruce de palabras que tuvimos con Esteban y me ofreció un trago doble. Lo alcé y dije en un grito que llamó la atención de nuestro grupo y de otros.
- Vivan las putas. Que vivan las putas.
Pero realmente yo quería decir otra cosa, quería decir muchas cosas y eso fue lo único que me salió. El profesor universitario se quejó ante su discutidor:
- Te das cuenta, culpa de tus malas influencias.

Caí de nuevo en mi obnubilación y luego regresé donde el chico lustrabotas. Muchos estarían bien si pensaban que yo ya estaba mareado. Tampoco importaba que la gente me mirara como bicho raro, me puse en cuchillas nuevamente y le dije: -Vamos, caminemos, no te mueras, no te mueras.













DIGAMOS QUE FUE UN SUEÑO

Durante el recorrido del taxi no hubo palabras, ni siquiera tenían sentido las canciones tropicales de la radio, la pareja iba hundida en sus cavilaciones. El taxista preguntó de nuevo por la dirección pero no obtuvo respuesta y dio por entendido que debía seguir. Dejar atrás calles y casas y seguir, a dónde.
Al llegar cerca de un acantilado el taxista oyó o creyó oír que le decían que subiera una pequeña cuesta y lo hizo.
Desde el taxi podían observar la brillantez multicolor del mar, por un lado la oscuridad se alejaba, por otro se acercaba paulatinamente el día.
La pareja se alejó del taxi hacia unos matorrales. Antes de caminar el hombre le había dicho al taxista:
- No se preocupe, le pagaré lo que sea. Espéreme un momento.
Se sentaron a pocos centímetros del acantilado y como había ocurrido en parte de la noche las palabras estaban enquistadas en el alma de ellos como muelas de profundas raíces. Solo el sentimiento se manifestaba con las miradas. El mar, testigo cauteloso, los envolvía con su rocío y se llevaba los pormenores del instante.
- ¿ Era necesario que lo hicieras?- Preguntó ella y fue como si le preguntara a un rostro escondido detrás de la claridad que seguía alumbrándolo todo. Agregó: - Lo complicaste todo. Se nos murió el amor, peor ahora con ese crimen.
El hombre tenía empañado los ojos y quiso decirle: “has estado jugando con él y conmigo, pero el mayor culpable he sido yo, me dejé arrastrar por los placeres de la carne.” En cambio murmuró:
- En otros tiempos la gente moría de amor sin necesidad de tocarse. En el nuestro el cuerpo es un objeto que deambula sin sentido.
La mujer expuso una leve sonrisa y habló con un sarcasmo impasible:
- Tú y tus intelectualidades. No puedes vivir porque quieres explicarlo todo. Por qué no te cortas el pajarito y buscas la santidad.
Ambos recordaron que este tema y otros eran abordados, meses atrás, cuando se amaban clandestinamente. El, encerrado en la contabilidad de una fábrica, ansioso siempre de llegar al fin de semana y olvidar el trajín del trabajo para entregarse a la furia de un amor donde creía olvidar los años, ser joven por primera vez, y sobretodo descubrir zonas erógenas de las que no había tenido la menor idea.
Ella, mucho más joven, cansada y hastiada en una unión que no respondía a sus inquietudes de lectora y a una sensualidad enriquecida por la danza, el modelaje y el vestir tropical. Y no había satisfecho los gustos que se cumplieron con el contador.
Ahora estaban ahí, rendidos por el peso de la noche y por la angustia de una huida en la que ella había sido testigo de los balazos. Episodio para el que tenía un nombre: Secuestro.
Por eso el hombre que en muchas horas había escudriñado el alma de ella le dijo, en el instante fatal de su decisión:
- Diremos que fue un sueño.
- Pero de qué hablas tú. Qué sueño ni qué ocho cuarto, hay un muerto, hay un muerto.
La mujer al ver la pistola y el rostro fiero del hombre quiso reaccionar con violencia pero los disparos sonaron como dos mensajeros de una separación y unión definitivas. El taxista que se había quedado dormido reaccionó ante las detonaciones, se acercó al matorral y vio el cuerpo de ella inerte y el del hombre tirado en el acantilado.
Diré que fue un sueño, se dijo, y se alejó rápidamente del lugar.





























MÁS MUERTA QUE ALEGRE

Para Leonardo Moreira
Y Jorge Molina


Hoy, en radios, televisión y periódicos se ha regado la noticia al mundo. Donde mayor impacto tendrá es en Sudamérica, sí, porque tú eras sudaca Beatriz y aquí, en esta inmensa ciudad, cuando se es sudaca y uno anda a pie, instintivamente busca una puerta y una mano amiga que no existe pero que de todos modos nos aferramos en tocar, en el transeúnte que sabemos de allá.

Se habla de xenofobia, de racismo, extranjeros hasta en la sopa, moros por donde quiera, lamentamos que haya ocurrido esto justo este año que celebramos el encuentro de nuestras culturas, quinientos años.

He ido al piso de Leonardo y le he pedido que me acompañe a la calle Cantueso donde debe estar el cuerpo de ella. En el metro, alegremente, le digo a mi amigo que ahora tendrá mejor material para el reportaje que está escribiendo sobre la vida de los sudacas pobres aquí en Madrid.
Con un aire impenetrable y un sarcasmo inusual, me dice:
- O sea que la gente debe morir para que tomemos conciencia de la escalofriante pobreza de nuestros países. Y qué del Fondo Monetario Internacional, un poquito más y terminas como ese asalariado de Carlos Alberto Montaner. De seguro debes estar felicísimo, este caso es un buen argumento a favor de tu idea de nuestra Historia. Eres casi un mártir.
-
Noto que está cabreado y no quiero retomar la vieja discusión, acaso porque la muerte es una fumigadora de ideas. Pero hablo tanto a él como a una muerta.
- Antes pensaba que el placer es corto y la muerte es larga. Pero bien reflexionado es todo lo contrario: el placer es largo y la muerte es corta. Uno siempre tendrá conciencia del placer y con la muerte todo termina, solo quedan los dogmas religiosos, políticos o filosóficos- le decía a Beatriz en una cafetería paralela a la Gran Vía, lugar por donde ella ejercía su oficio.

La había conocido meses atrás cuando había una redada y de puro milagro pasaba yo por el lugar y ella empezó a caminar a mi lado y me cogió del brazo como si fuésemos amigos. Uno de los policías nos hizo detener y me pidió los papeles. Todo en orden: estudiante de Derecho Internacional, becado por el gobierno español y ella una amiga que en este momento no carga papeles.

Salimos o salió ella, del apuro, en parte gracias a que había otros indocumentados y sobre todo debido a la naturalidad y alegría conque llevaba su dulce martirio personal.

La invité a tomar vino y abiertamente me contó de lo suyo. Le pregunté:
- ¿ No tienes miedo del sida?
- No, porque ya lo tengo- fue su respuesta cruda pero espontánea.

Pensé que me estaba tomando el pelo pero conforme fui conociéndola tuve que aceptarlo. Por eso, ahí en la cafetería, tres días atrás hablábamos del placer y de la muerte. Ella era una mujer dada a la alegría permanente, al merengue de sus ídolos Celia Cruz y Juan Luis Guerra con los que habíamos bailado, y al placer, aunque sea el pagado, sí, porque era lo único que sabía y le gustaba hacer.
- El otro día te vi con unos amigos por el Parque del Retiro, quise llamarte, pero pensé que te ibas a sentir mal- me confesó en uno de los momentos de la charla. La recriminé:
- Te das cuenta, esa es una actitud tonta. Por qué me habría de molestar.
- No lo sé, tal vez puede que alguien de tus amigos me haya visto parada por ahí y como estudias y ya tienes tu buen camino.
Exasperado le hablé en un tono que olía a cristianismo y a meditaciones sórdidas que venían de una infancia donde uno constata que las enseñanzas de Cristo son un espejismo, que estás empujado a un mundo de mentiras y de falacias, que el cuento del Cristo pobre quedó para consuelo de los resignados y los elementales.
La pobreza ya no es bienaventuranza como lo dijo Cristo si no una maldición. Es lindo hablar de que Cristo fue pobre si se tiene la barriga llena, con buen vino, las hostia y con otras lindezas. Y seguí:
- Pienso que no hay ni buen ni mal camino, pienso que la vida empieza cuando te das cuenta de que estás, que eres un ser amorfo y que desde ese instante puedes ser feliz. Y solo los animales domésticos son totalmente felices, para mí el sufrimiento espiritual es una condena, es el infierno pero es también el único paraíso posible que tenemos de redimirnos no ante la gente que nos rodea si no ante nuestra propia conciencia.
Por lo demás ella compartía y vivía mi idea de que en el mundo estamos solos, totalmente solos, y que un rayo de amor fraternal, maternal, erótico, divino, es lo único que puede mantenernos suspendidos como gotas de rocío en el universo.

Pedí otra botella de vino y ella se levantó rumbo al baño. Al verla de espaldas, caminando no con ese aire artificial de robocop o de modelo que da lo mismo, o de reina de concurso que suena igual, sino con el único modo natural que tenía, pensé en mi abuela. De niño la había visto caminar. De niño la había visto quizá con el mismo cuerpo de mulata regándose ante los ojos que las prefieren así.
Cuando regresó me dijo.
- Esta es una ciudad donde uno conoce a alguien y no lo vuelve a ver nunca más. Y tú por qué volviste a buscarme, eres raro. Eres muy raro, y según lo que me has contado vienes de un puerto de mucho comercio y nada de cosas del espíritu y que hay puro blablabla y que piensan que Van Gogh vale por un cuadro de seis millones de dólares y no por su entrega total al arte. De gente que miraría sin remordimiento crucificar a Cristo y Eloy Alfaro pero capaz de levantar diez iglesias al minuto siguiente.

Sin ánimos de justificar mi torbellino de ideas le dije que en mi ciudad o en cualquier otra solo mi cuerpo es de este mundo, que creo más en los caídos, en los que se resisten y si gritan lo hacen cantando una alabanza a la vida. Entonces, sin contradecirme en lo mínimo le agregué:

- Porque me obsesiona la muerte, por eso estoy hablando contigo- Le afirmé y ella que estaba emborrachándose pegó una risa estruendosa que hizo caer a un francés que quería bailar canciones tropicales al son de un ritmo de jazz. Y volví al tema:

- Y no te hablo de la muerte física si no de la muerte que uno lleva en vida, cuando ya no hay ideales, cuando ya no se cree en la justicia, cuando se ha perdido toda esperanza. Y uno tiene que resurgir de en medio de las cenizas porque todavía te quedan latidos de vida y tienes que levantarte de la cama.
Además quiero ser escritor y mi método consiste en morir y resucitar, morir y resucitar. Puede que algún momento no logre resucitar, pero en buena hora no tendré tiempo para lamentarlo.
Ustedes los escritores, músicos y artistas siempre son medio chalados, como que andan en otro mundo - me reprochó entre risas y el contoneo de los cuerpos que disfrutaban de la canción de Celia Cruz, todo aquel que piense que la vida no vale la pena tiene que saber que no es verdad que en la vida hay momentos buenos.

Leonardo me sacó de mi abstraimiento y me dijo que ahí estaba el piso de ella. Semanas atrás habíamos tenido una fiesta en el lugar y opté por ser prudente en torno a la vida de Beatriz. Ella vivía con otras “sudacas de República Dominicana, Uruguay, Colombia”, en un sótano, tan oscuro y gastado como alguno de mis pulmones que ahora aguantaba un nuevo cigarrillo.

Había periodistas por todos lados. También estaba un grupo que representaba a una Asociación de Sudamericanos que vociferaban y que hacían declaraciones. El ambiente era de indignación. La palabra más crujiente en ese momento era racismo, racismo. Pronto habría una marcha de protesta en la ciudad.

Con esfuerzo pude llegar hasta donde estaba el cuerpo de Beatriz y pude constatar que seguía riéndose pero que sin lugar a dudas estaba muerta.

- Tú no pudiste regresar, Beatriz, tú te largaste sin decir adiós, coño- grité. La gente apelotonada en el lugar me miró con el interés con que se ve pasar un pájaro marino perdido en la noche.
Ahora, Leonardo empezó a tomar apuntes para su trabajo. Volvió a combatirme.
- Así que hay que olvidarse de los quinientos años. Así que al carajo el choque de culturas, el encubrimiento cultural o para decirlo más llanamente: el genocidio del que fuimos objeto. ¿Cómo explicas esto? ¿O quieres que lo celebremos?

- El placer es largo y la muerte es corta- le respondí. - Agregué: Ella tenía sida y se lo pasó a un poli. Quiso joderlo a propósito, me lo contó la última vez que me emborraché con ella. El poli tiene que ver con lo que le ha pasado. - Le informé- Ahora, toda explicación no será más que un espejismo.

En el metro, mientras llovía vino y agua depresiva en mis vasos sanguíneos, le di unas palmadas a mi amigo y le hablé de un grupo de rock pesado que llegaba esta noche desde Alemania, que podíamos celebrarlo y que el espíritu de ella estaría con nosotros más vivo que nunca. Entonces me di cuenta que yo estaba, vaya sorpresa, hablando solo.

















NO LO HAGAS EN NAVIDAD

Para Pedro Gil, William Happe y Alexander Mero

No sabemos desde cuando esta aldea se hizo ciudad, tampoco importa. Ni siquiera estamos seguros de si es una ciudad o es una playa toda sal que acabamos de inventar. No hay tiempo pero sí relojes; tampoco sabemos si estamos realmente vivos. Una anciana paticoja se puso a bordar y gracias a ella hemos tomado formas dudosamente humanas.

Quisiera retratarla a ella y lo hago sabiendo que es inútil. Como toda mujer de años es un poco jorobada y su piel se parece a una rosa a punto de desmigajarse. En el ojo y la mejilla izquierda la acompañan un tic nervioso que asoman cuando habla incoherente, con una risa de muñeca estropeada.
- Denme unos juguetes para los niños del mundo- Dice ella y muestra sus dientes negros de nicotina que contrastan con el color de su piel. Se acuclilla al lado de nosotros y percibimos una realidad triste: está borracha.

Yo siento, al llevar la cuchara a mi boca, que mi cebiche tiene sabor de limón podrido. Mastico un patacón mientras caigo en cuenta que para los otros la situación aunque es la misma como que está en otra parte. Es como cuando se ve una película y cada uno hace su propia interpretación.

- Lárgate, no molestes – Le dice Paulo César. Y agrega: -Por eso me caen mal estas fiestas. Siempre con gentes así. - Señora- y le habla a la dueña del lugar- no debe permitir que esta gente entre. Lo amargan a uno.
La anciana saca una botella de su mugrienta falda, bebe unos sorbos y vuelve a decir, indiferente, como si hablara a su propio corazón.
- No pido que se quejen, ni que maldigan. Solo quiero unos regalos para los niños del mundo. Dios mío pero si es como si no me entendieras, como si yo hablara el idioma de una paloma ciega. Oiga joven, usted el amargado, no quisiera casarse conmigo.
Suenan unas risas tan tristes que en vez de causar gozo causan pesar. La anciana, ahora sé que debe llamarse Rosa, Violeta o Marimar, se mete la mano derecha al pecho y saca unas palomas que las lanza al rostro de Paulo César, y este reacciona con violencia. Le dice unas palabras malas como el hedor de una alcantarilla. Ella pronuncia unas frases ciertas como la voz de un somnámbulo.
- Soy tu madre, soy tu madre. No sientas vergüenza de mí. Yo te bordé nueve meses en mi vientre.

William, quien ni si quiera emitió la risa triste, se levanta enojado, con los ojos llenos de una fiereza que algún día se salvarán por el modo de mirar al mar, le dice a Paulo César.
- Está loca, déjala que se largue. No le hagas caso.
William prende un cigarrillo e incómodo alcanza a quitarse los zapatos dispuesto a caminar hacia el mar, testigo azul y lejano.
- Señora - dice Paulo César- pero si ya le di para que comprara. No moleste, déjenos comer tranquilos.
Ella se ríe e intenta abrazar a Paulo César, pero este vuelve a reaccionar con violencia. La volvemos a escuchar.
-Lo que pasa es que soy una muñeca de sal. Quiero mi regalo, mi regalo para los niños del mundo.
William sale de su ensimismamiento y lo recrimina a Paulo César, en un afán necio de echarle la culpa por la presencia de una anciana que parece dolernos como llaga en el alma.
- La hiciste buena Paulo. Regálale un par de súper mercados, una docena de comisariatos y a ver si nos deja en paz.
Su ironía también ha resultado triste como cuando reímos, solo que ahora nos quedamos callados porque la anciana, al calor de la cerveza y de las horas, nos hace poner la piel de gallina.
Ahí sentada, frente a nosotros, empieza a desmoronarse. No quisiera seguir describiéndola porque su derrumbe es como ver la imagen de la televisión que nos trae una mala noticia de última hora, antes de desaparecer arrastrada por el viento frío de la tarde, su voz sigue sonándonos en el cebiche que ya no es una porción de pescado acompañado de cebolla, limón y tomate.
- Soy una muñeca de sal. Una muñeca de sal.






























LA PUERTA CULPABLE

Por lo visto la cerradura no tenía arreglo: había que destruirla. Callados nos acomodados en las sillas sin dirigirnos palabras ni miradas, dos manzanas estaban en la mesa menos estáticas que nuestros cuerpos. Acaso Dios, en ese instante, al observarnos pensaba que éramos elementos de una mala fotografía tomada hace mucho tiempo.
La noche anterior habíamos salido a dar un paseo por el malecón de la ciudad y al regresar, en un descuido, dejamos la puerta entreabierta y fuimos a cumplir con algún rito personal que no viene al caso.
Oímos un golpe atronador que lo intuimos lejano y cuyo eco se había acercado, salimos mecánicamente para enterarnos de lo ocurrido. Solo por curiosear y nada más.
Ahí, a unos metros de nosotros, estaba la puerta. No la miramos como se mira a ese objeto con el que uno se topa diariamente y no lo hicimos porque había algo de ella que le daba una dimensión ajena a nuestras pobres percepciones.

Tenía aproximadamente metro y medio de ancho y dos y medios de altura, pero la percibimos inmensa. Más grande que todo el edificio que habitábamos, más grande que un trasatlántico, más grande que diez buques de guerra. En el fondo pudimos ver y lo seguiríamos viendo, calmado, viejísimo, con un azul parecido al marino, al mar Mediterráneo.
Dicen que el hachis (que no habíamos consumido) produce alucinaciones extraordinarias, instintivamente nuestros ojos se encontraron e impávidos fuimos en dirección a nuestras camas. Me oigo decir.
- No pasa nada, mañana arreglaremos la cerradura, debe haberse trabado.
- Bueno. Además, el mar está como a diez minutos de aquí.
Fue la respuesta que me dio Marketa. Hice como si no había escuchado solo por olvidarme de la visión y me abrigué tratando de pensar en la clase del día siguiente.
Pero por mucho que lo intentamos la cerradura seguía igual. Pedazos de luces entraban por el ventanal de vidrio y por las claraboyas. El asunto si hubiese ocurrido un día de fin de semana no era tan apremiante, lo supongo; pero ahora estaba el tema de las clases. No podíamos darnos el lujo de perder la importantísima charla que había anunciado con anticipación el profesor Boars, eminente especialista en Biología Marina.

Con rabia intenté darle unos patazos a la puerta inmensa pero fue inútil. ¿Cómo darle un patazo a una puerta inmensa que tenía la característica ya descrita?. Fui a acostarme en la cama pensando en lo risible que resultaba el hecho. Marketa, por su parte, se puso a buscarle salida al asunto.
La oí que se valió de algún material para remover la cerradura y en ningún momento puso una queja. Actuaba casi convencida de que esto tenía que haber ocurrido y no desistió por lo tanto de su afán. Alguien pasaba por la calle y ella le llamó través de la cortina metálica. Oí que le habló por medio de esa cortina explicando y luego me quedé dormido.

Desperté como a las dos horas, una inútil sensación de hastío. La puerta continuaba como antes del sueño, solo filtraba la luz del atardecer y el espejismo del mar Mediterráneo.
Todos los caminos estaban bloqueados, pero de pronto el olor de los geranios que sembró un día Marketa dentro del cuarto, eran los únicos que atravesaban la puerta. Imaginé por esa vía encontrar la salida. Pero afuera la luz se extinguía y con ella el viento de la noche cambió de rumbo...
La puerta, la maldita puerta estaba, había nacido solo para encerrarme en el fallo de mis percepciones sin Marketa hasta final de nuestra angustia.


Ubaldo Gil - Santos Miranda Rojas
Málaga, agosto de 1993
Manta, mayo de 1994























DONDE DUERMEN LOS SUICIDAS

La nota del periódico era escueta, se llamaba Verónica y se había suicidado anteayer en su domicilio, en el baño; veneno para ratas y unos somníferos la habían ayudado para marcharse del todo. En un papel de despacho, unos apuntes de llamada de auxilio fueron sus últimos gestos, por el tono y las reflexiones puedo deducir que tomó la decisión porque simplemente no aguantó el golpe.
Domingo temprano. El sol empezaba, sentado a la mesa donde me disponía a servir un encebollado, a pegar fuerte en mis ojos, y el calor se entremetía en el ánimo de uno como un viejo fantasma que nos sigue en las tierras tropicales. De muchacho, mi padre siempre acostumbraba a decir que en Manabí uno nunca debe leer las noticias muy temprano, que hay que darse su tiempo y aunque uno peque de desinformado o ignorante sería preferible no leerlas nunca.
Pero ahí estaba yo, con el condenado periódico, con un zumo de naranja que había saboreado a medias y con un plato humeando en el que la yuca, la tuna desmenuzada y bien cocinada, a más de la cebolla y el cilantro, se ofrecían como mar hermoso y atractivo que lo invita bañarse a uno cuando está con bronquitis. Me llevé a la boca dos o tres bocados, terminé el zumo, se me llenaron los ojos de agua, pagué y me despedí de unos amigos con quienes tenía pensado darme un playazo. Antes de marcharme uno me preguntó que adónde iría:
- Adonde duermen los suicidas-. Le contesté; intervino una amiga que pegó una risotada muy suya, a la que agregó unas palabras que sonaban como de aliento para un enfermo terminal:
- Oye, ahora que hablas de eso, les cuento lo que me pasó el otro día. Tuve que atender el caso de un muchacho que lo habían metido por consumo pero lo habían acusado de tráfico, me costó tanto el trámite que tuve que irme de baile y complacer hasta a unos policías. Y saben lo que pasó al final, el tonto del muchacho, sale de la cárcel, va a una pensión y se ahorca con unas sábanas. Pero lo peor de todo es que había dejado escrito una frase: "Te amo María José y tú nunca serás mía." Lo ayudo al tonto y termina enamorándose de mí y ahorcado. !Imaginarse!
Los presentes, los de nuestra mesa y los adyacentes, por el modo tan desproporcionado en que lo dijo, se rieron tan a gusto que volvieron a sus platos como mansas palomas, satisfechos de llenar el estómago, se trataba de una muerte que no tenía nada que ver con ellos, que formaba parte de una buena broma para empezar la mañana.
Bueno, yo tampoco estaba libre de culpas, los últimos días había leído tantos casos de suicidios. De hecho Ecuador, para inicios de junio del 2 001, sigue siendo tierra fértil de suicidas. La gente se mata por las depresiones de la angustia económica, por las separaciones amorosas, porque se fue el papá o la mamá a trabajar a otro país, porque todo parece un callejón sin salida donde la soledad y la desesperación parecen no terminar.
Así que al leer el periódico, lo de Verónica, era una noticia más. Un hecho que se olvida a la vuelta de la esquina porque es mejor así, para qué andar preguntándose.
Es verdad que tienen la culpa directa los banqueros que junto con los políticos de siempre tienen sitiado al país, que tienen impunidad y licencia no solo para robar también para matar, y ahora, se han sumado otras fuerzas extrañas que ni siquiera dejan marcharse al ecuatoriano medio a ganarse el pan a otros lados.
Todo eso era y es cierto, pero no tenía nada que ver conmigo. Hacía rato que quería estar con mis conflictos, solo. Cuando quieres cambiar al mundo y no puedes, cuando quieres cambiar a tu país y no puedes, entonces tienes que consolarte con cambiarte a ti mismo. Eso, conque aprendas a tener el papel higiénico a tiempo y un pan para llevar a la boca a la hora precisa, con eso es suficiente, por lo menos puedes caminar, por lo menos no andas molestando a nadie. Y sobre todo no andas inspirado en lo del suicidio porque pensándolo bien tienes que dejar solucionado el problema del entierro, de la familia que llora lo cual te dará una pena desde el otro mundo, y también porque puedes aumentar la lista.
Pero en el caso de Verónica ¿cómo quedarse impávido e indiferente?, seguir con el encebollado, comérselo completo y con gusto aunque sea para celebrar su suicidio, aunque sea para recordarla más tarde cuando ya todo haya terminado. ¿ Terminará todo esto un día? ¿Terminará? ¿Terminará tu vida y la vida de los demás, y ya no tendrás que andar pensando en Dios y los Dioses? ¿En los extraterrestres? ¿En la vida después de la muerte? ¿Explotará todo y volveremos como corderos o qué pasara?
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Verónica, el periódico lo decía y ahora me lo confirma su madre, había dejado escrito:
" No soporto tu muerte; no tengo ganas de vivir; que me perdonen Dios y mis hijos." La madre, arrinconada en una silla, la piel arrugada y marchita como cáscara de naranja que ha quedado a la interperie, con unos ojos llorosos que me escudriñan como si yo pudiera tener respuestas para estas cosas. Me acerco al féretro, veo el rostro de Vero, me acuerdo de su marido pana de la infancia que también se suicidó en las costas de Nicaragua ( ¿o se accidentó?) iendo de coyote a la yoni, y le doy una mirada de adiós a ella. Que sigue más hermosa porque toda muerte suicida es terriblemente bella cuando alcanza su cúspide.
Pasan escenas de bailes y fiestas, en la disco o la polvosa, a mover la colita señores, cuando en Ecuador la esperanza y las ganas de vivir parecían eternas primaveras.
Salgo frío, frío, frío, con la rara sensación de que ahora sí sé el porqué y en dónde duermen los suicidas.








OFICIOS DECENTES

Estaba sentada en uno de los bancos que hay en el burdel, bastante relajada y fresca porque un momento antes me había pegado un baño. Muchos hombres estaban en los pasillos y daban vueltas mirando a las mujeres que estábamos a disposición.
Todo fue repentino. Escuché unos disparos afuera, no muy distante, cuando alguien entró a la carrera y desesperadamente se metió a mi cuarto y alcancé a ver que se escondía debajo de la cama.
Segundos después entraron dos policías que preguntaban por el tipo. Todo el mundo hizo silencio y la gente, en un acto de ayuda inexplicable, miró hacia una pared de unos dos metros que había al fondo, dando a entender que por ahí había escapado. Uno de los policías trepó la pared y el otro quedó, pistola en mano, vigilando a los que estabamos ahí.
Minutos más tarde casi todos estábamos afuera mirando al cadáver de otro de los hombres que había sido abatido. Confieso que era la primera vez que veía un muerto de esa forma. Tenía balazos en la espalda y en la cabeza; la sangre le corría en pequeños hilillos. Estaba boca abajo, los brazos extendidos en forma de cruz y él mismo parecía una cruz enorme y extraña pegada a la tierra.
Cuando se marcharon los policías fui a mi cuarto y el hombre ya no estaba. Fui a la barra central a preguntarle a Serafín, el salonero si lo había visto en el local. Me contestó que seguramente había salido cuando estábamos viendo al muerto. Recién como que mi corazón empezó a latir con pulso normal.
El problema no estaba y yo no quería saber nada de él. El calor de la tarde, interrumpido por unos momentos, resucitó y se instaló en todo el local.
Cinco días después, un domingo se me acercó un hombre de unos veinte años. Yo estaba en la playa del Murciélago, tomando sol acompañada de mi hermana menor, al principio no le hice caso pero luego empezó a juguetear con mi hermana y comprarle golosinas que me vi obligada a contestarle una que otra pregunta. También pregunté. Se llamaba Johnny, oriundo de Estancia Vieja y había dejado la universidad. Me cogió de sorpresa cuando dijo:
- Gracias por lo del otro día.
Le pregunté que a qué se refería, pero de inmediato caí en cuenta de que era el hombre que había entrado a mi cuarto. Ahora no sentí miedo y hasta me daba gusto de estar con un hombre que escapó de la muerte o en el mejor de los casos había escapado de la cárcel.
Meses atrás yo estudiaba de noche en el colegio “Cinco de Junio”, por las mañanas trabajaba haciendo oficios domésticos y estaba harta de que lo que ganaba no me alcanzaba ni para comprar maquillaje.
Tenía una amiga llamada Beatriz que siempre andaba bien vestida y que de vez en cuando algún tipo distinto llegaba a verla al colegio. Una ocasión le pregunté dónde trabajas y sin ninguna vergüenza me contestó que se acostaba por la plata. Me detalló cómo lo hacía, dónde y con quiénes.
Al principio sentí rechazo hacía ella y me alejé un tiempo de su compañía. Pronto empujada por un afán de experiencia y acaso asqueada de la pobreza, volvimos a hermanarnos con ella. Aprendí con ella todo lo que hay que aprender en el oficio. Saber desde el inicio que el cuerpo de una se vuelve viejo y que hay que aprovecharlo al máximo cuando se es joven. No dejarse arrastrar ni por el alcohol ni por las drogas, si una no quiere terminar como esas putitas mugrosas y rechazadas de las esquinas.
Beatriz me enseñó, además, que los hombres buscan en una lo que no tienen en la casa ni en la mujer común. Por eso insistía en la amabilidad, en el sexo total y en el cuidado permanente. Le gustaba leer, de esos libros siempre adquiría una nueva enseñanza para mí y para las que queríamos ejercer bien el oficio. Siempre la recuerdo y siempre cuando le rezo a la virgen Magdalena, doy una oración por ella. Ahora debe de estar en algún lugar de los Estados Unidos, tiempos que no escribe.
Johnny entró a formar parte de mi vida desde ese día que hablamos en la playa. Ambos sabíamos lo que éramos y aunque no estábamos orgullosos, tampoco podíamos sentirnos culpables o indignos. Es un modo (gracias Beatriz) de no irse al fondo.
Johnny hacía broma de nuestros oficios.
- Seremos un buen ejemplo para nuestros hijos con nuestras profesiones.
Convivimos algunos años y en ese tiempo hubo períodos en los que dejé de ejercer mi oficio porque nos alcanzaba con lo que Johnny ganaba. Tuve tiempo para terminar la secundaria y en los períodos en los que tenía que trabajar lo hacía en Quito o en Guayaquil.
Entré a la Universidad desanimada, solo por la insistencia de Johnny y al poco tiempo le cogí gusto a la carrera de Derecho. En realidad yo era lo suficientemente cuerda como para no darme cuenta de que tenía a verdaderos idiotas a lado mis asientos, así que procuré aferrarme a obtener el título. Si los de mi lado podían, por qué yo no.
Recuerdo que meses después de terminar mi profesión, alegre y entusiasmada porque podía trabajar sin ese remordimiento latente que acompaña a una en el oficio de puta, hice planes para Johnny. Hablé con un viejo amigo, político conocido, y después se lo propuse a Johnny:
- Te gustaría trabajar de guardaespaldas

No le gustó para nada la idea a Johnny. Fue el inicio de nuestra desunión. Abiertamente me dijo que él era ladrón y que estaba contento con lo que hacía. Agregó:
- Ha ocurrido exactamente lo que siempre temí, ahora te da vergüenza de mí. Te sientes importante solo porque eres abogada. Te olvidas que todo me lo debes a mí.
Discutimos esa y muchas veces y no quiero acordarme porque no hay cosas que más odié que las peleas familiares.
Me repugna: Acaso Beatriz también tenía razón cuando decía que una no debe darle chance a los hombres. Ni mantenerlos para que no se vuelvan parásitos de una, ni aceptarles plata para que no crean que son dueños de nuestra voluntad.
De nada valió que una y cien veces yo le dijera que de guardaespaldas podía aspirar a algún cargo político.
- En la política no hay nada de riesgo. Eres respetado y puedes tener plata. Por Dios Johnny, hazme caso- pero él me contestaba con una ironía que hasta ahora me perturba.
- Claro, según tú los políticos no son ladrones. Según tú ellos no hacen lo mismo que hago yo, solo que de modo distinto. No me hagas reír. Soy lo que soy, sin discursos y sin máscaras y con mis guardaespaldas.
Aunque nos separamos seguíamos viéndonos esporádicamente, yo lo ayudaba en asuntos legales a él y a cualquiera de sus amigos, si era necesario. Precisamente por esto yo estaba al tanto de las cosas más importantes de Johnny. Bien sé que ahora tiene otra mujer, pero lo nuestro era algo que no podía terminar así nomás.

AYÚDAME MAGDALENA

La ambulancia corre rápida hacía el hospital. Tu corazón todavía palpita con levedad y los policías, encapuchados, no dejaban de apuntar sus fusiles hacia ti. Te he visto con la cabeza rota, con fractura, con heridas de cuchillos, pero nunca con tantos agujeros en el cuerpo. Puede ser el final.
Bajamos. Camino incómoda por las esposas que me han puesto en las muñecas. Durante muchas noches he imaginado instantes como estos, nada me sorprende, ni la gente que está amontonada, ni las fotos y las preguntas de los periodistas. Avanzo con una solo determinación: no llorar.
Dos enfermeras te preparan para llevarte al quirófano. Llega un policía superior, cuchichea con los otros y me llevan a la sala de espera donde han hecho retirar a la gente. El policía superior me habla:
- Dime quién la tiene, o dónde está la plata
Las preguntas, las acusaciones, salen de ese agujero con bigotes y yo me encomiendo a la virgen Magdalena. Pienso en ella para soportar y sobrellevar el curso de estas horas. No contesto.
- Abogada, no me haga perder la paciencia. Usted es una mujer inteligente, sabe que el “Gato” está jodido. Es orden superior. Demasiada presión de los comerciantes y los banqueros. Pero usted puede salvarse, sólo quiero saber quién tiene la plata, nada más.
Sigo callada y fría pese al calor que se mete en medio de mis piernas. Afuera hay un barullo que se agarra de los resquicios de claraboyas y puerta, y llega tenue. De niña acostumbraba a taparme totalmente cuando tenía problemas y solo pedía sueño, sueño. Ahora solo le pido a mi patrona Magdalena que me dé coraje, que no me haga doblegar.
- No quieres colaborar, está bien. Diremos que tú también participaste en otros y en el último de los asaltos. Agregaremos que eras miembro de la banda y la abogada al mismo tiempo. Te pudrirás en la cárcel junto a otras putas como tú.
No puedo decirle a este serrano dónde está la plata, no es justo. Euclides tuvo que contratar gente de Guayaquil para que el trabajo fuese limpio, para que no hubiese ni un solo herido.
Nada me sorprende, ni siquiera me sorprendió el tiroteo que hubo en casa hace media hora y en la que cayó Euclides derrotado no tanto por las balas sino por la borrachera de dos días. Siempre le había dicho que los duros no caen en peleas frontales y sobrios. En Manabí los jefes siempre han muerto cuando no estaban aptos para defenderse, se lo dije, pero era como hablarle al guapo y champion de la televisión.
El policía superior se aleja y cuchichea con los otros. Viene hacía mí uno gordo, solo puedo verle los ojos negros y enrojecidos. Toma un banquillo, se sienta a pocos centímetros de mi rostro y por su habla me doy cuenta que también es serrano.
- Escúchame bien puta de mierda, tu sabes hacer negocio, hazle caso a mi teniente. Di quién tiene la plata y no tendrás problema. Sabemos que eras la amante del “Gato” pero quedarás embarrada hasta el cuello sino colaboras. ¿Me oíste?.
El gordo me ha dicho que me da cinco minutos para que piense y se ha ido a unir con los otros.
- No seas burra- aconsejó. Se marchó dándome dos sonoras cachetadas que casi me hacen desmayar.-Es solo un par de caricias - aclaró- allá en el retén será peor. Será mucho peor. Firmarás cualquier declaración con tal de que te dejen en paz.
Los miro con un sentimiento mezcla de rabia y de miedo. La barbilla empieza a temblarme y mis ojos quieren botar un torrente de llanto que no debo aflojar. Que no debo. Unas gotitas ruedan por mis mejillas pero alzo la cabeza con dignidad y miro el techo.
Un médico se acerca adonde los policías y habla con ellos en silencio. Se marcha. El policía superior le dice al gordo de aliento fétido y este viene hacía mí, furibundo, rabioso.
- Te damos una última oferta, puta de mierda.
Pondremos en el parte que hubo el tiroteo cuando “El gato” andaba merodeando frente a tu casa, no dentro de ella. Es bastante lo que ganarás, te lo juro pero di quién tiene la plata.
Esta vez me aprieta la oreja izquierda, durísimo, con el ceño fruncido me lanza una bocanada de humo de cigarrillo al rostro. Estoy a punto de lagrimear pero me contengo. Me oigo decir:
- ¿Cómo está Euclides? Quiero saberlo.
- Ya lo sabrás, ya lo sabrás. ¿Lo dirás o no?
Quisiera hablar pero las palabras se han quedado dormidas en la garganta y no encuentro modo de hacerlas despertar. Si Euclides ha muerto todo sería más fácil y más terrible al mismo tiempo, no sé qué pensar. El barullo de afuera ha crecido de pronto, ha resucitado de pronto. El gordo se ha ido y ha entrado otro policía, preparan sus armas y se acercan. Sin decirme nada me cogen de los brazos y me levantan.
- Por favor, dígame que pasó con Euclides.
- Está listo para entrar al hueco, el lugar donde debe estar- contesta uno de un modo indiferente. Afuera sigue la gente amontonada, los periodistas toman fotos y hacen preguntas que nadie responde.
Alcanzo a ver a la mujer de Euclides y a otros familiares. Le digo a uno de los policías que me acompaña:
- Quiero decirle algo al policía superior, llámelo. -Antes de subir al carro patrullero viene él, nos apartamos unos segundos y le doy la dirección.
- Muy bien –dice– espero que no mientas. No llores, ese papel no te cae bien.





















LOS TEMORES HUMANOS

Tu foto ha salido esta mañana en los diarios manabitas y en algunos de circulación nacional. Aparecieron junto a Euclides y Clotilde, abrazados, riéndose en una fiesta que ofreciste tú. Miras las fotos, los titulares relees todo el informe policial y piensa que con toda seguridad han requisado tu departamento.
No puedes viajar a Manta porque puede haber vigilancia policial y piensas que lo mejor es esperar las altas horas de la noche. Dejas los periódicos a un lado, vas a la cocina a beber agua; te encuentras con tu abuela que está llorando y le dices que no se preocupe. No pasará nada.
Bajas la cuesta de la casa de tu abuela y llegas hasta el río Poza Honda, te quitas la camisa y nadas con calma. Sientes la frescura del agua y te deslizas tratando de no pensar en nada; tratando de ser ese niño que eras hace treinta y cinco años y que se pasaba nadando, trepándose a los árboles a coger mangos, naranjas, mamey, anonas y mandarinas.

Sin proponértelo has llegado al islote, caminas y te tiras al suelo, boca arriba, el sol pega fuerte y proteges tus ojos con el brazo izquierdo. Sientes el ruido de una lancha y te levantas presintiendo lo peor, pero alcanzas a distinguir que se trata de un amigo de la infancia.

- Sube, un grupo de policías se dirige a tu casa. Unos van por el terreno de arriba y otros vienen en la lancha.

Dubitas un momento, quisieras quedarte ahí a pocos pasos, metido en el agua y protegido por pajas y yerbas que permitirían respirar muy bien; lo hacías hace tantos años cuando jugabas con otros niños. Optas por ir hacia el lado opuesto del lago, allá donde todavía es más fácil esconderse y escabullirse si vienen.
La lancha se dirige veloz y pequeñas gotitas de agua se levantan a tocarte el cuerpo. Respiras hondo y sientes el olor del campo tan distinto al de la ciudad. Bajas y le dices a tu amigo que vigile bien y que te venga a buscar cuando esté seguro de que se han marchado todos.
Te trepas a un árbol de mango, te acomodas de modo que puedas distinguir hacia la orilla del río y ver si salen los policías y se marchan o prosiguen buscándote en otras casas donde no dirán nada porque el pueblo sabe lo tuyo y te has ganado el aprecio de todos a fuerza de regalos, de ayuda para la iglesia, de medicinas para los enfermos.
Extiendes la mano derecha, halas unas ramas y arrancas unos mangos maduros, saboreas uno a uno y te hundes.
Desde que tenías uso de razón la muerte ha estado junto a ti como camisa a la que quisieras botar pero no lo haces porque te trae recuerdos o te acostumbraste a ella. Eras pequeño todavía, ocho a nueve años, cuando llegó a casa la tía Mercedes con gritos y lamentos, diciendo que habían matado al tío Bonifacio hermano de tu padre.
Trajeron el cadáver del tío Bonifacio, lo llevaron y lo vistieron. Recuerdas las múltiples heridas de machete que hacían ver al cuerpo como animalillo de matadero.
También lloraste junto a tu tía mientras parientes y amigos cogían a la abuela que se había desmayado.
Tu padre llegó en altas horas de la noche, acompañado de dos amigos. Se había enterado en Santa Ana sí, porque cuando alguien cae la noticia se riega mucho antes de que la muerte se acomode en el cuerpo presente.
El llanto era propiedad solo de las mujeres, tu padre te dio un cocacho fuerte cuando te vio llorando en la cocina, junto a las mujeres que se afanaban en hacer los plátanos asados con caldo de gallina, solo los maricones lloran, te gritó y tú soltaste un llanto mucho más fuerte porque fue como que la muerte no estuviera allá, en ese cuerpo que estaba en la sala, en ese cuerpo con cortes y huecos profundos, y se hubiese posesionado de ti.
Tu tía vino a protegerte y te llevó al cuarto donde dormía ella. Estuvo un buen tiempo contigo, salía y entraba por que tú le decías que no querías estar solo, tú sabías que la muerte no estaba en ese cajón de madera, rústico, en el que habían puesto al tío y que por momentos observabas por medio de las hendijas de las cañas, fue una noche tormentosa en la que a ratos te desesperabas por estar despierto, por ser parte aunque sea de lejos de la gente que estaba en la sala rezando, hablando después, cuchicheando de la muerte próxima, porque la muerte del tío Bonifacio no podía ser olvidada.
Pero te vencía el túnel o la sensación de túnel en el que ibas caminando, a oscuras, palpando las paredes, y por ratos mirabas hacía atrás, y solo veías una imagen elevada, con traje blanco y de una largura interminable, que te seguía y musitaba: soy yo, soy yo. Y tú caminabas más rápido exhausto, sin esperanza.
Y cuando llegaste al final, después del borde solo había un abismo al que debías saltar si querías liberarte de la que te seguía y a orillas del túnel te pusiste a llorar primero, a gritar, enseguida, te sentías solo, totalmente solo y sin mano que te ayude.

Debiste gritar demasiado fuerte porque las mujeres de la cocina vinieron. La tía Mercedes te trajo agua y te preparó un compuesto de yerba luisa con raíz de valeriana. Al rato estabas un poco aliviado, pero no por efecto de los vegetales sino porque llegaba el día y con el día te sentías a salvo de esa mujer blanquísima y de ojos indiferente que te había seguido en el túnel de la noche.





























LA ENFERMEDAD

Lo que sea: o bien quedarse en el mismo lugar o bien marcharse a cualquier parte. Es lo mismo al fin de cuentas. Uno sabe que tiene que ocurrir no por que uno lo busca o porque Dios lo ha querido o por obra del azar.
Ocurre y eso es todo. Y el hecho de que ocurra te hace huir, te hace enfermar y en el mejor de los casos te hace morir. Y de ser así, si te mueres realmente, tienes dos alternativas: poner una cara estúpida cuando estás en el ataúd o levantarte una mañana, primero defecar sin que limpies por completo el vientre y luego respirar tan hondo para que todos sepan que te hiciste aire.

Mientras subíamos el ascensor, por momentos, dejaba de mirarla y me fijaba en los botones que marcaban el número de los pisos, una maravilla. Todo era maravilla. Hasta los espejos laterales en los que veía mi rostro transformado en una ciudad lejana o el rostro de ella convertido en un cuadro de pintura que debió pasar por la imaginación de Van Gogh.
- Espera que traigo vino- susurró cuando fue hacia el fondo del departamento.
Ahí, sentado y con las piernas desparramadas, me sentía totalmente limpio, contento, inteligente. No sé lo que pasará pero estoy bien, pensé. La había visto a ella cinco horas antes en la salsoteca Salsipuedes. Yo estaba en la barra central charlando y con ganas de ligar con una alemana, pero la muy bendita resultó ser lesbiana. Lo comprobé minutos más tarde cuando sacó a bailar a una española y la trajo a nuestro espacio. Igual seguimos con la charla, pero mis ojos ya estaban en otro lado.

Se sentó a mi lado y no le di mucha importancia, no porque no se lo mereciera sino porque estaba ebria y además prefería a cualquier muñeca rubia. En verdad el nombre del local estaba bien puesto, era jodido salir entre salsa y salsa. Cabriado de tanto fracaso no me quedó más remedio que tratar de ligar con la mulata despampanante. Pese a sus tragos se movía con una sensualidad capaz de poner erecto el sexo de la estatua de Cervantes que estaba a pocas manzanas del local.
En el curso durante el cual nuestros cuerpos se movían o nuestros traseros ocupaban los taburetes pudimos enterarnos más o menos de lo que hacíamos y de dónde veníamos.
Digo más o menos quizás con exageración. Le dije que era ecuatoriano y que estaba haciendo estudios de periodismo.
-¿Todavía andan desnudos y usan taparrabos en tu país?- preguntó y lanzó una carcajada estruendosa que casi me hace caer.
- Sí- le contesté - Y acaba de resucitar en Quito el que fue un santo dictador de ustedes: El Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo. Pero él no usa taparrabos, él anda desnudo.
Se puso seria y me dijo que el mejor modo de no hablar tonterías era yendo a bailar. Cuando cerraron el local ella estaba tambaleando y me ofrecí acompañarla a coger un taxi. En el camino la abracé más con ánimo de apoyarla que con ganas de relacionarme eróticamente.
Caminamos unas manzanas y nos internamos en la Gran Vía. Entonces me dijo que vivía ahí apenas dos manzanas. La acompañé hasta el imponente edificio y uno de los guardias salió a recibirla. Pronuncié el acostumbrado adiós pero ella me cogió del brazo y me obligó a quedarme.
- Joder coño, ven que no te voy a comer.

Cuando regresó con el vino yo estaba de pie mirando el surgir del alba y con la clara conciencia de que la tipa vivía en un departamento lujoso y que por lo tanto apenas me había dicho casi nada de su vida.
- Bebe, es Palo Cortado, uno de los mejores vinos. Coño, ya amanece; dormimos un rato y más tarde hablamos, vale. ¿ O me quieres follar?
- Pienso lo mismo que ese escritor que dijo que el vino abre el apetito sexual, pero lo entorpece. Así que prefiero dormir, aunque ahora iba con alguien a Zaragoza, pero así no puedo ir.

Juliana se levantó ofuscada y me miró con un rictus risueño y entorpecido por el peso y el paso de las horas y de la noche. Puso a un lado el vaso que tenía en la mano y se quitó suavemente la falda de cuero negro. Tenía una braga blanca, con unas tiritas que apenas la cubrían, también se desabrochó la chaqueta y así empezó a bailar con un compás que mantenía pese a su borrachera.

Se acercó hacia donde estaba sentado yo y movía la cadera atrás y adelante, lenta, muy en lo suyo. Se inclinó y aflojó su pregunta:
- ¿Seguro que no quieres follarme?
- Seguro- le dije.
Tenía un cuerpo de bailarina profesional y una sensualidad que haría resucitar por segunda vez a Lázaro, pero yo pese a mi fulminante erección volví a repetir lo mismo. Habló:
- ¿Eres gay o qué?
- Me importa un comino lo que pienses, el hecho es que no quiero follarte. Estás borracha y es mejor que duermas. Tal vez más tarde podemos hacerlo.
- Joder, quiero hacerlo ahora. No cuando tú lo quieras. Qué coño te pasa, te invito a mi cuatro y no quieres follarme.
Fui al baño y cuando regresé estaba acostada en el sofá, el brazo derecho guindado. La acomodé lo mejor que pude, fui hacia unos de los cuarto del piso y cogí unas cobijas para cubrirla.
En la planta baja, cuando abrí el ascensor, estaba el mismo guardia que nos recibió. Se levantó y vino rápido, con un tono burlón me dijo:
- La pasaste bien, eh. Ella tiene mucha carne, buena carne para tocar.
Por su acento constaté que era de procedencia marroquí o argelina.
- Sí, la pase muy bien. Seguro que tú también la has follado.
Hizo una genuflexión que no comprendí y fue a sentarse a la vitrina de la recepción. Antes de salir farfulló:
- Que Alá te perdone. Eres un hombre muerto.
Me volví hacia donde él y quise inquerirle que me explicara mejor lo que había dicho pero tuve una intuición certera. Lo miré fijamente, también le lancé una risilla que lo desconcertó, y le grité:
- Tú eres el único muerto de este edificio y uno más en todo Madrid
Y me reía mientras caminaba y caía en la idea de que hay enfermedades y mujeres y hombres que son y viven como en el juego de la ruleta rusa. Ni más ni menos.












































Comentarios acerca del libro:

Esta colección de diecisiete textos es armónica y sólida, con un nivel medio que excede lo meramente bueno y nunca tiene un descenso. Esta calidad es el resultado de un desarrollo serio y sin apresuramientos, de la conciencia de que no basta tener condiciones y la vocación sino que es necesario “adquirir la dificultad”, es decir, el oficio. Esta conjunción la ha logrado el autor a partir de su talento –sin el cual todo habría sido inútil-, trabajo, rigor, disciplina, estudio y autocrítica. Lo digo sin ambages: La noche en que fui Cristóbal Colón es un libro en que se dan la mano lo sobrio y lo tierno, la intensidad y el desentrañamiento de una amplia gama de vivencias y emociones. En otros términos, se trata de una lectura grata y aleccionadora, digna de la mayor atención.
Miguel Donoso Pareja


Ubaldo Gil pertenece a una generación de narradores ecuatorianos que se ha destacado por su trabajo literario, donde mezcla la imaginación desbordante, la búsqueda de temas no convencionales, propuesta eróticas sin que se acerquen a la pornografía, todo esto mezclado con un lenguaje transparente, coloquial, cargado de sentidos y en muchos casos, con resonancias poéticas y mágico-realistas.
Hemos visto sus textos publicarse en los años 90. De allí para acá toda su cuentística es una búsqueda de nuevos mundos y sensibilidades. No es su narrativa comarcana, localista, que viene a ser casi lo mismo. Su narrativa es y se orienta por ello a la universalidad de los temas. Como se confirma en su libro La noche en que fui Cristóbal Colón.
Carlos Calderón Chico


El éxito del autor es el acierto de conducir al lector a lo inesperado, y eso no es tarea fácil. Gil incorpora la realidad sangrante de los emigrantes ecuatorianos.
No lo hagas en navidad y otros cuentos ya empezó a caminar porque el autor ha cumplido con el mandato de un anhelo estético más que con un compromiso político; se trata de la revelación de un auténtico talento creativo.
Horacio Hidrovo Peñaherrera